De Marco Grimaldo
Pablo Hernández vino a Estados Unidos de niño y trabajó con su familia en los campos calientes del centro y sur de Texas. Luego, trabajó en una fábrica por 35 años. Con la ayuda de Dios, sus esfuerzos y su compromiso, logró el sueño americano. Formó una vida mejor para su familia.
Pedro fue mi abuelo. Llegó hace 100 años, pero los mismos sueños perduran hoy para los que llegaron a Estados Unidos sin papeles. La gran diferencia es que en los tiempos de mi abuelo, las leyes migratorias le permitían lograr ese sueño. El 5 de septiembre, el Gobierno de Trump arrebató ese sueño. Terminó el programa de Acción diferida para los llegados en la infancia (DACA, por sus siglas en inglés) – el cual comenzó hace cinco años – y puso a 800,000 jóvenes en riesgo de deportación.
Más y más, los estadounidenses acuerdan en que debemos componer nuestras leyes migratorias para ayudar a estos soñadores y a otros migrantes. Es el camino moral. Como cristianos, afirmamos que pese a las diferencias entre nosotros, todos estamos hechos a la imagen de Dios. Además, estamos unidos en una relación mutua con Dios por medio de Jesucristo. Todos tenemos un valor inherente ante Dios, y merecemos el respeto.
Las escrituras nos recuerdan que debemos acoger al viajero en nuestra comunidad (Levítico 19:33-34) y cuidar a aquellos sin estatus, como las viudas y los huérfanos (Éxodo 22:21-24). Jesús nos enseñó que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Lucas 10:25-37) y se nos recuerda que hay que acoger al otro como nosotros fuimos acogidos por Cristo, por la gloria de Dios. (Romanos 15:7).
Los soñadores merecen nuestro respeto y necesitan nuestra ayuda. Ellos no eligieron estar en Estados Unidos pero han elegido quedarse y aquí hacer sus vidas. Contribuirán más de 400 mil millones de dólares sobre la próxima década a la economía en sus empleos. La mayoría pagan sus propias colegiaturas. Los soñadores no califican para la mayoría de la asistencia federal. Lo menos que podemos hacer es ayudarles a obtener estatus legal en Estados Unidos.
Por último, desde nuestro punto de vista, la inmigración está relacionada con el hambre. Sabemos que los inmigrantes indocumentados trabajan en empleos que pagan menos y son más vulnerables a la pobreza. Tienen mayor probabilidad de padecer hambre y tener menos acceso a comida nutritiva.
Así que a la pregunta, “¿quién es mi prójimo?”, debemos afirmar que nuestro prójimo podría incluir a los inmigrantes. Podrían parecer diferentes, sonar diferentes y tal vez hasta orar de forma diferente a la nuestra pero aun así son nuestro prójimo. Obedeciendo a Jesucristo, los acogemos en nuestras vidas – tal como Estados Unidos hace un siglo acogió a mi abuelo, Pedro Hernández.
Marco Grimaldo es Asociado nacional para relaciones con latinos de Pan para el Mundo.
La gran diferencia es que en los tiempos de mi abuelo, las leyes migratorias le permitían lograr ese sueño.
Climate Change Worsens Hunger in Latino/a Communities
Climate change threatens the traditions and lifestyles of Indigenous people.
While climate change impacts everyone, regardless of race, policies and practices around climate have historically discriminated against and excluded people of color.
“As you therefore have received Christ Jesus the Lord, continue to live your lives in him, rooted and built up in him and established in faith.” These words from Colossians 2:6 remind us of the faith that is active in love for our neighbors.
The Bible on...
The Supplemental Nutrition Assistance Program (SNAP) is designed to respond to changes in need, making it well suited to respond to crises such as the COVID-19 pandemic.
Bread for the World and its partners are asking Congress to provide $200 million for global nutrition.
In 2017, 11.8 percent of households in the U.S.—40 million people—were food-insecure, meaning that they were unsure at some point during the year about how they would provide for their next meal.